AYER

Recuerdo muy bien aquella tarde estival. Mi hermano David y yo estábamos jugando a la escondidas y era su turno de ocultarse. Estuve buscándolo por un largo rato hasta que me dirigí a la sala; ahí, mi madre y mi tío Hugo charlaban y bebían café como solían hacerlo cada viernes. Fue la última zona de la casa donde revisé porque, durante esos encuentros, mamá nos había prohibido permanecer en la misma pieza. No obstante, ya me había cansado de intentar localizarlo infructuosamente en el resto de habitaciones y me acerqué sigilosamente esperando advertir la presencia de David sin ser notado. Inspeccionando en cuclillas junto al umbral, me percaté de que, a unos metros de ellos, tras la pálida cortina del ventanal, se dibujaba una pequeña silueta. 
     Cuando salió de su escondite, David ya no quiso jugar. Permaneció callado y consternado durante el resto del día. Asumí que se había molestado porque le reproché que había hecho trampa; pero luego noté que su malestar no iba dirigido contra mí, sino que había algo más que lo angustiaba. Su consternación y mi ignorancia sobre su origen continuaron hasta otra tarde en que, mientras volvíamos de la escuela, nos topamos con un gorrión moribundo que yacía entre un puñado de hojas secas junto a un álamo. Estaba boca arriba con las alas dobladas ceñidas al cuerpo y la cabeza echada hacia atrás, tanto que el pico casi tocaba el suelo. Yo lo vi primero, pero me pareció desagradable y continué caminando; sin embargo, noté que mi hermano estaba de pie junto al animal, observándolo solemnemente. Retrocedí y, cuando me paré a su lado, el ave ya había muerto. «Ya nació su sobrino», señaló David. Me quedé desorientado y no atiné a decir nada.
     Al retomar el paso me contó que, mientras estaba escondido días atrás, había escuchado que mi mamá y mi tío Hugo hablaban del único hermano de ella: mi tío Darío. Mencionaron que había muerto exactamente el mismo día del nacimiento de David. Yo era solo tres años mayor que mi hermano y no recordaba que ambos acontecimientos hubieran ocurrido el mismo día; tal revelación me pareció llamativa. Por su parte, cuando se enteró de la coincidencia, David tenía apenas siete; pero ya poseía ese temperamento imaginativo y melancólico tan característico en él durante los años posteriores. 
     Desconocía exactamente cuál era la interpretación que mi hermano le había dado a ese descubrimiento; sin embargo, estaba claro que le dedicaba bastante tiempo a su análisis. Repentinamente, lo que lo sacó de la monomanía de esos días fue la noticia del divorcio de nuestros padres. 
     Las verdaderas razones de su separación siempre fueron brumosas para mí. Lo que es un hecho es que mi padre pasaba la mayor parte del tiempo viajando debido a su trabajo y, cuando estaba en casa, apenas si se dirigía la palabra con mi madre. La noche en que se fue, yo estaba recostado en mi cama. Por la ventana se filtraban las luces parpadeantes de los autos que atravesaban la calle lateral. Mi padre se acercó y, con los ojos húmedos, intentó decir algo, pero solamente atinó a emitir un ruido opaco. Me besó la frente y luego se acercó a David —quien ya dormía— y le besó la nuca. 
     Varios meses después, durante la cena, David le consultó a mi tío Hugo su fecha de nacimiento y la de mi padre: su hermano mayor. Tras escuchar la respuesta, se quedó callado unos segundos. «¿Recuerdas cuándo murieron sus tíos?», preguntó enseguida. «La hermana mayor de mi mamá falleció antes de que yo naciera y sus otros hermanos siguen vivos —respondió mi tío Hugo extrañado—. Del lado de mi papá —continuó—, su único hermano acaba de cumplir cinco años de muerto.» Solamente yo supe la razón de las singulares dudas de David, pero no dije nada. 
     El tiempo transcurrió con premura y, pese a la cercanía que tuvimos durante nuestra infancia propiciada por el hecho de ser los únicos hermanos, cuando nos hicimos mayores nos alejamos fraternal y espacialmente. David tenía una tendencia natural hacia el aislamiento; así que, al dejar de vivir juntos, se volvió todavía más complicado descifrar su reservado temperamento y al final me resigné a su conducta taciturna. Yo me mudé tres veces, cada una de ellas más hacia el sur de la ciudad; mientras que él, por su parte, se afincó en la zona norte. Nos solíamos ver cada ciertos meses en reuniones familiares y eventualmente teníamos alguna llamada telefónica; sin embargo, nos manteníamos más bien ajenos en el día a día. 
     Pese a la lejanía, cuando Ana, mi esposa, me dijo que íbamos a ser padres, me dirigí inmediatamente a la casa de mi madre para darle la nueva y luego, eufórico todavía, fui a buscar a mi hermano. Toqué el timbre varias veces pero nadie abrió. Me mantuve junto a la entrada un buen rato aguardando su regreso pues quería revelarle yo mismo y en persona la noticia; sin embargo, la emoción me impacientaba y opté por volver al día siguiente. A unas calles, mientras esperaba entre un rebaño de automóviles la señal verde del semáforo, logré distinguirlo: estaba sentado en una de las bancas del camellón enarbolado que divide la avenida. 
     En cuanto me acerqué, noté que David estaba preocupado. Se percató de mi presencia hasta que estuve junto a él y, después de saludarnos, inmediatamente comenzó a hacerme preguntas sobre nuestra infancia. Enseguida, sacó una vieja fotografía en la que aparecen mi tío y mi padre, ambos de traje, cuando eran veinteañeros. Mi padre sostiene un vaso de vidrio vacío y mi tío un cigarro a medio consumir y, detrás de ellos, se distinguen el parapeto de un puente y el cielo blanquecino al fondo. 
     Una vez que noté lo que David me trataba de mostrar, me quedé unos minutos observando la imagen: el parecido entre mi tío Hugo y mi hermano era asombroso. Conservaba una imagen diluida de la apariencia de mi tío, proveniente de la época en que lo veía frecuentemente; además, a diferencia de su aspecto en la fotografía, en aquel tiempo solía llevar barba y cabello largo. No obstante, afeitado y con el pelo corto, resultaba innegablemente semejante a David. Atribuí la similitud —y así se lo hice saber a mi hermano— al parentesco, pues, al fin y al cabo, mi padre también tenía un parecido a mi tío e incluso yo mismo lo tenía. David asintió, pero sé que no quedó conforme con mi explicación. Cambió de tema y me preguntó a dónde me dirigía. Le conté la noticia de mi futura paternidad y, tras unos segundos en los que pareció desconcertado, me felicitó con entusiasmo. 
     Pasaron varios meses en los que la mayor parte de mi atención estuvo centrada en el nacimiento cada vez más próximo. Un día, sin embargo, recibí la inesperada llamada de mi tío Hugo. Después del divorcio de mis padres, siguió visitando nuestra casa frecuentemente hasta que, luego de un desencuentro con mi madre sobre el que ella nunca fue muy clara, dejó de aparecer por el lugar. Posteriormente, se fue a vivir cerca de la frontera y ahí se casó y tuvo dos hijos. Durante nuestra infancia y adolescencia continuó llamando ocasionalmente y charlaba, sobre todo, con mi hermano, con el que siguió teniendo contacto de manera regular también cuando nos volvimos adultos. Así que, el día de la llamada, yo tenía varios años sin hablar con él y en un principio ni siquiera lo reconocí. 
«Últimamente he notado una una actitud extraña en David: parece preocupado y nostálgico. Ayer que platiqué con él usó un tono de despedida —se quedó callado brevemente—. Como si pronto tuviera que partir hacia algún lugar sin retorno—especificó—.» ¿Sabía yo algo al respecto? Tuve que confesar que ignoraba el estado de mi hermano; lo había visto una vez desde que le había dado la noticia de mi paternidad y no había percibido nada fuera de lo normal. 
     Después de colgar, me dirigí inmediatamente a su casa. Cuando había timbrado varias veces ante la puerta inmóvil, temí que la desgracia se hubiera adelantado; pero, casi simultáneamente que el pesimismo, apareció él. Al entrar, percibí un olor a tabaco que no provenía del aire sino de los objetos impregnados: David había estado fumando excesivamente. Lucía, asimismo, más delgado y desaliñado que en nuestro anterior encuentro y su angustia era patente también en el desorden y el descuido que imperaban en su casa. No quise abordar abruptamente su estado emocional y hablamos sobre banalidades, mientras bebíamos las cervezas del six pack que había llevado con la intención de que se relajara. Cuando ya quedaba una lata, se levantó para orinar. 
     Sobre el cenicero de vidrio con el fondo enhollinado ardían los restos del último cigarro que David acababa de fumar. Miré el reloj de caoba colocado en la pared frente a mí para orientarme temporalmente, pero noté que las manecillas doradas estaban quietas. A medio metro a la derecha, llamó mi atención la silueta rectangular que se había formado en la pared: vestigio de la presencia de algún objeto en ese sitio. Me acerqué y encontré debajo, descansando diagonalmente entre el piso y el muro, un cuadro al óleo. En él aparece, de perfil pero con la cabeza ligeramente ladeada, un gorrión de pie sobre una rama. El pájaro mira, melancólicamente, hacia el observador con un vetusto ojo oscuro. En cuanto vi la imagen, como una ráfaga súbita, comprendí las cosas. 
     «Dice la ginecóloga que faltan tres días», respondí ante la duda de David sobre el nacimiento. Me miró a los ojos con ese gesto sincero y nostálgico que es más propio de los viejos y dijo: «Espero que todo salga bien». Encendió un cigarro y miró hacia la ventana: no se veía ningún pájaro. 
     Fue Ana, al volver a casa, la que me planteó la idea y, después de meditarlo durante la noche y la mañana del día siguiente, decidí que lo haría. «La bebé nació el día de ayer: cuando volví empezaron las contracciones y fuimos al hospital. Se adelantó, pero todo salió bien». Apenas colgué el teléfono sentí vergüenza por mentir; pero me consolé repitiendo que era por una noble razón: aliviar la angustia de mi hermano. Sin embargo, durante el lapso que transcurrió entre ese momento y el nacimiento real, fui yo el que, como si me hubiera contagiado, quedé colmado de inquietud. Ahora era yo mismo —escéptico en un inicio— el que se planteaba la posibilidad de que ocurriera lo que David había previsto. Traté de disimular mi nerviosismo ordenando una y otra vez los objetos que tendríamos que llevar al hospital llegado el momento, leyendo y releyendo los documentos y formularios y haciendo llamadas para confirmar la información. De poco sirvió. 
     Pasé en vela las siguientes noches, preocupado de que pudiera surgir algún problema durante el alumbramiento y, simultáneamente, afligido ante la incertidumbre sobre el futuro de mi hermano. Durante el parto, el corazón me palpitaba atronadoramente como una ráfaga de cohetes, mientras las gotas de sudor reventaban en el piso cuando, guiado por la consternación, agachaba la cabeza. Uno de los médicos notó mi situación y me tendió una pequeña pastilla redonda que me tragué en el acto; el nerviosismo me dio una tregua. 
     Desconozco cuántas horas estuve junto al cunero mirando a la niña. Ella y Ana estaban bien y eso me llenaba de una dicha invaluable. Paralelamente, temía que aquel estado se disipara ante la desgracia y preferí prolongar mi ignorancia todo lo que pude. Al fin, entendí mi ineludible obligación y realicé la llamada. El teléfono sonó cinco veces y con cada ruido mi impaciencia aumentaba. «Bueno», escuché decir a David y el teléfono se me soltó de las manos. 
 
     Mi hermano vivió otros tres años. Aún recuerdo nítidamente la última vez que lo vi: estaba de pie en la acera, junto a unas escaleras que desembocaban en el portón de un edificio grisáceo. Miraba hacia su derecha distraídamente y tenía ambas manos ocultas en los bolsillos de la chamarra de mezclilla. Supuse que estaba esperando a alguien. Pensé en estacionarme parcialmente y saludarlo, pero iba retrasado a un compromiso y seguí de filo. 
     «Tenía una miocardiopatía no diagnosticada», dije. Era de madrugada: estábamos en alguna de esas horas inciertas en que todo es oscuro. El velatorio estaba helado y olía a café, tabaco y perfumes. «¿En dónde estaba?», preguntó mi tío Hugo. «En un parque cerca de su casa. Iba cruzando y se desplomó». «¿Cuándo?». «Ayer», aclaré. Se notaba la aguda aflicción que sentía: hablaba casi susurrando y por momentos se quedaba completamente estático mirando al piso. «Disculpa», dijo mientras se levantaba; se había percatado de que su celular vibraba. «Mi hijo acaba de salir del hospital —anunció tras volver de la calle—. Recién nació su bebé y estaba en observación, pero ya lo dieron de alta.». «¿Cuándo nació?», pregunté. «Ayer». 
 
FIN 
 
 


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