DESVELO

 

Esta historia inicia con una coincidencia. Eran las 09:00 a.m. y Miranda y Saúl habían documentado su equipaje: tenían una hora por delante antes de que su avión partiera. En la sala de espera se sentaron en asientos contiguos, pero guardaron silencio: Miranda seguía molesta porque él no estaría los siete días junto a ella en Ciudad Juárez. «Ven conmigo», le había sugerido Saúl días atrás. «Nada más veo a mi familia una vez al año», respondió ella secamente.
     Saúl se levantó y se dirigió a la cafetería; ordenó un expreso y un americano y se sentó en una de las mesas junto al muro lateral de cristal. Tardó en identificar a la mujer que lo miraba atentamente desde una silla a un costado. «¿Susana?», preguntó entusiasmado cuando ella se acercó. Se dieron un abrazo tierno y sincero propio de los que se conocen desde hace mucho. Enseguida, se pusieron al tanto de sus vidas: él era subgerente comercial de una embotelladora, no se había casado ni tenía hijos; ella era arquitecta en un despacho, divorciada y sin hijos.
     «A pasar unos días con la familia de mi novia —dijo Saúl aclarando el motivo de su viaje. Susana miró los dos vasos que él acababa de recoger en la barra—. ¿Y tú?». «Voy a visitar a Diana; sigue viviendo en Ciudad de México». Súbitamente, Saúl se sintió nervioso. Como un reflejo inevitable, afirmó: «En cuatro días también voy a estar allá, podemos reunirnos los tres». Susana se mordió ligeramente el labio inferior, luego explicó: «Regreso un día antes —buscó en su bolso y sacó un celular—. Como sea, te paso nuestros números». Afuera de la cafetería se volvieron a dar un largo abrazo y se despidieron. 
     Por la ventanilla desfilaban pedazos grisáceos de nube mientras Saúl pensaba en la creciente velocidad de los días. «¿Quién era ella?», soltó Miranda abruptamente. «Una ex compañera de la prepa; se llama Susana —Saúl la miró de reojo—. Ya te había hablado de ella». «¿La que fue tu novia?», preguntó acusadoramente. «No», dijo. 
     Durante su último día en Ciudad Juárez, Saúl estuvo inquieto y distraído. Acompañó a Miranda y su cuñada a un centro comercial y, fastidiado de la ingente concurrencia, salió al estacionamiento. De un pulcro sedán se apearon un hombre y una mujer embarazada jóvenes, ambos vestidos completamente de negro. Al pasar junto a él, giraron sus rostros agotados y afligidos en su dirección. Saúl caminó hasta el final del estacionamiento y sacó su celular; leyó el nombre y miró los dígitos diminutos debajo de él, pero no se atrevió a marcar. 
     Arribó a las 11:00 a.m. y subió a un taxi que lo desplazó entre avenidas atiborradas de letreros, humo multicolor y sonido revuelto. Cruzó el pasillo alfombrado con la tarjeta en la mano; las habitaciones eran silenciosas. Junto a él, en dirección contraria, pasó una mujer diminuta que llevaba gafas de sol y que era vigilada por un joven ebrio desde una puerta a sus espaldas. Entró y colocó su mochila en el ropero empotrado junto a la puerta. 
     Después de ducharse, se vistió y bajó a la recepción. «¿Vinatería? Caminas tres cuadras hacia tu izquierda: está en una esquina», le indicó una señora entrecana sin dejar de hacer anotaciones en una libreta. Destapó la botella y, dentro de un vaso de cristal similar a un prisma hexagonal, vertió un chorro generoso de whisky revestido de uno de agua mineral. Echó de menos los hielos; pero el trago no era para degustar: era una treta para mitigar los nervios. Realmente lo había tomado por sorpresa que hubieran seleccionado su relato para aquella antología. Prácticamente había dejado de escribir años atrás cuando el trabajo le empezó a robar casi todo su tiempo y energía. Pero cuando leyó la convocatoria en aquel cartel extraviado en uno de los muros de una librería de viejo, se animó a intentarlo. Esperaba no tener que hablar mucho en la presentación y, sobre todo, no tener que dar demasiadas explicaciones sobre su relato. 
     Antes de salir, una voz atropellada le dio las indicaciones para llegar al evento. Saúl tomó de la mesilla un bolígrafo azulino que tenía grabado el nombre del hotel en letras plateadas y anotó. Colgó, dobló la nota y la metió junto al bolígrafo en el bolsillo izquierdo de su chamarra. Miró la pantalla del celular con el propósito de consultar la hora, pero notó otro detalle: la batería estaba por agotarse. Vació la mochila, registró toda la habitación y concluyó que había olvidado el cargador en Ciudad Juárez. 
     Estaba sentado justo en medio de los otros escritores, tratando de prestar atención al discurso introductorio que una mujer de hablar turbulento dictaba desde su silla en la orilla izquierda. Aquel centro cultural de Coyoacán que en el pasado había sido una casona infortunada olía a polvo y café. Había varios huecos entre los asientos frente a ellos y se adivinaba fácilmente que la concurrencia no aumentaría; no obstante, una mujer de andar altivo y diligente entró y se acomodó en la primera fila. Estimulado por el alcohol, Saúl contempló su llegada con la conmoción de quien presencia un prodigio. Diana sonrió a manera de saludo y Saúl le devolvió el gesto. «La memoria, tan exacta o inexacta como pueda ser, es una sombra inamovible», declaró sobre su texto a manera de conclusión. 
     Al terminar la presentación, se abrazaron como lo ameritaba trece años de lejanía. Luego, hablaron de pie, combinando palabras con sonrisas y toques sutiles. Diana explicó que el cartel del evento había sido solicitado a una empresa especializada en publicidad y la diseñadora elegida para dicha encomienda, ella. Cuando se topó con el nombre de Saúl se sorprendió, pero pensó que quizá podía ser un homónimo. Sin embargo, cuando se enteró por Susana que visitaría la ciudad por aquellos días, confirmó que se trataba de él. 
     Afuera, las luces todavía somnolientas de la calle anunciaban que el ocaso estaba próximo a desvanecerse. Al resto de peatones, el frío decembrino los hacía dar pasos veloces; ellos, en cambio, andaban parsimoniosamente. Afincado en una esquina, entraron a un café cuya entrada sustituía el vértice donde los muros del local deberían converger. «¿Por qué no me marcaste? —Saúl bajó la mirada y, por primera vez aquella noche, no supo qué responder. Ella intuyó la respuesta—. ¿Tu pareja?». «Sí», dijo él secamente. Diana cruzó los brazos y se recargó sobre el respaldo de la silla. Se quedó callada y lo miró con gesto de sospecha. Esa mueca era nueva en ella. Los que se mantenían iguales eran los diminutos puntos marrones que descansaban sobre sus pómulos y que Saúl solía acariciar con las yemas de los pulgares cuando eran novios. 
     Diana sacó un ejemplar del libro de relatos y buscó en el índice el nombre de Saúl. Encontró la página y lo deslizó por la mesa de nogal barnizado. «Léelo», dijo. Él negó con la cabeza, aunque desde que ella pronunció la palabra sabía que se trataba de un hecho ineludible pues, tarde o temprano, siempre cedía a sus peticiones. «Me miré en el espejo quebrado y vi mi rostro fragmentado en pedazos inconexos…», inició. Diana descansó el mentón sobre el puño y se mantuvo atenta durante toda la lectura. Cuando terminó, sonrió y aplaudió con movimientos suaves y veloces. Saúl se sonrojó. El sonido de un teléfono interrumpió la escena. Diana miró el aparato agriamente y se alejó para responder. Mientras hablaba, estaba sentada en el alféizar de una ventana abierta y, cuando giraba la cabeza, se podía ver su oreja izquierda cuyo lóbulo estaba adornado con un pequeño arete plateado. 
     «Mi arete», dijo ella cuando se miró en el espejo del tocador tras terminar de vestirse. Buscaron entre las sábanas todavía impregnadas del aroma de sus cuerpos, pero no apareció. Cuando volvió a casa después de acompañarla a ella a la suya, Saúl lo encontró tirado junto a una de las patas de la base de la cama. Lo guardó como recuerdo de aquella primera vez y fingió que no había aparecido. Todavía conservaba aquel pendiente tan similar al que ahora observaba. 
     «¿Quieres ir a un bar?», —Diana acababa de volver a la mesa y sonrió con la boca cerrada tras preguntar. «Sí», respondió Saúl sin titubear. Diana se puso un marlboro kretek en los labios. Encendió y aspiró lentamente con los ojos cerrados y luego le ofreció uno a Saúl. «No, gracias. Lo dejé», explicó. «¿Te obligaron?, cuestionó y entornó los ojos. «Prácticamente.» 
     El taxi estaba detenido entre una congregación paralizada de vehículos. A la distancia, los semáforos alternaban resplandores verdes, amarillos y rojos que resultaban meros adornos de una avenida que se había convertido en estacionamiento. Diana miraba distraídamente por la ventana con los labios ligeramente abiertos, dejando una rendija por la que se asomaban sus incisivos superiores. Mientras la miraba, Saúl pensó en el ayer y en lo improbable de ese instante. Interrumpió el silencio: «¿Por qué me hablaste ese día? —aclaró—: El primero». Era el tercer semestre y él era el único nuevo en el grupo. Diana, que estaba sentada en una butaca paralela a un costado, le sonrió varias veces durante la primera clase. Apenas salió la profesora del salón, ella lo saludó y comenzaron a hablar. «El magnetismo de siempre», respondió rápidamente con aplomo.
     Optaron por hacer el resto del trayecto a pie. Recorrieron varias calles de aceras amplias y ajadas con los brazos entrecruzados. Se detuvieron en una esquina y, abruptamente, Diana se soltó. Permaneció un instante mirando a una mujer que se acercaba a unos metros hasta que la identificó y volvió a la calma. 
     Subieron por unas escaleras estrechas y otearon el sitio. Había tres mesas disponibles: una junto a una ventana y otras dos a un costado de la barra; eligieron la primera. Diana miró atentamente el líquido cobrizo coronado de espuma recién servido y le dio un trago. Mientras bebía, sus ojos, siempre circundados por una tenue sombra, se clavaron en los de Saúl. El mesero colocó un cenicero redondo de aluminio al centro de la mesa y Diana, enseguida, puso la cajetilla a un costado. 
     «Regreso mañana temprano», mencionó Saúl. La conversación se detuvo por las sacudidas de su celular. Salió y atravesó la calle para disimular el ruido. Miranda quiso saber cómo había salido todo y Saúl narró sucintamente lo ocurrido en la presentación del libro. «¿Estás ocupado?», preguntó ella. «Vine a un bar». «¿Con quién?». «Con los otros escritores —mintió y el silencio ulterior le pareció acusador—. Por cierto, creo que olvidé el cargador del teléfono en Juárez; casi no tengo batería». Cuando colgó, miró hacia la ventana: Diana, a su vez, lo miraba y levantó la mano saludándolo. Volvió, se sentó y miró la cajetilla en el centro de la mesa. «¿Le dijiste la verdad?», preguntó. «No», confesó Saúl.
     El bar se atiborró repentinamente. Acercaron sus sillas para poder oírse mejor. «La literatura es más bien un pasatiempo ahora. No sé si pueda dedicarme a eso», confesó Saúl. «Sigues odiando el riesgo», afirmó Diana para sí misma. Cuando le consultó la dirección en la que se encontraban los baños, Saúl se sintió extrañado: suponía que ella ya conocía el lugar. Mientras se alejaba, súbitamente entendió.
     «Sí —admitió—. Se llama Diego; tenemos juntos casi un año». Saúl sintió un escalofrío atroz. «En una semana se va a ir a vivir a León —Diana bajó la mirada—: quiere que me vaya con él, pero no estoy segura». Saúl interpretó aquello como un ultimátum. Guardó un silencio insondable y ordenó otra pinta de cerveza. Se sabía en el umbral. Diana encendió otro cigarro y empujó sutilmente la cajetilla en la dirección de Saúl. Las voces alrededor se mezclaban produciendo un sonido inarticulado del que sobresalían unas carcajadas femeninas a sus espaldas. En la calle, un coche negro sonó la bocina varias veces y luego avanzó dejando tras de sí un rugido estentóreo. Incurablemente propenso a la nostalgia, Saúl tomó un cigarro que Diana encendió, inclinándose en su dirección mientras él lo sostenía con los labios. 
     Caminaron escoltados por una embriaguez jubilosa de esas que escasamente se consiguen. Habían optado por improvisar su siguiente destino. «¿Qué hora es?», preguntó Diana mientras anudaba las agujetas de sus botas negras. Estaban sentados en un parabús desierto. «Ya se apagó», dijo Saúl tras inspeccionar su celular. El farol más próximo parpadeaba arrítmicamente y, en la otra acera, un indigente arrastraba una cobija del color del musgo. Saúl notó que Diana, pensativa, tiritaba. Se quitó la chamarra y se puso de pie; ella metió los brazos en las mangas: primero el izquierdo y luego el derecho. La última vez que habían hecho ese movimiento —ambos lo recordaban bien— había sido en un puente peatonal deteriorado la víspera de la mudanza. Después, pese a la promesa de seguir juntos, los quinientos kilómetros de distancia que mediaban entre ellos se volvieron un corrosivo imparable. 
     Al fin, encontraron un lugar. Eran tres pisos de música atronante y reiterativa; eligieron el tercero. Saúl volvió de la barra y, a unos metros, observó a Diana: se veía espléndida como un pétalo sobre el agua. Un individuo la abordó y Saúl lo detestó en el acto. «¿Treinta y un años? Te ves más joven», alcanzó a escuchar que decía. Diana se limitó a responder con una sonrisa y dejó de prestarle atención. Saúl le entregó un vaso de plástico y ella lo chocó contra el de él a manera de brindis; la bebida tenía un sabor dulzón y artificial.
     Sus cuerpos, paulatinamente, se fueron aproximando rítmicamente impulsados por la música. Cuando se besaron, luces multicolor se agitaban en todas direcciones. Diana dijo algo que el ruido enterró. «¿Qué?», preguntó Saúl casi gritando. Diana, ruborizada, solamente negó con la cabeza. Entendieron que las palabras eran impropias en esos momentos. Fueron conscientes, además, de que el desenlace de esa noche era tan predecible como una ola. Los siguientes minutos sirvieron de preparación y, simultáneamente, de estimulación. 
     Saúl se miró en el espejo: su cara estaba mojada por el agua y el sudor. Repentinamente, irrumpió un tronido breve y potente. Los que estaban en el baño no podían ver qué ocurría afuera, pero era notorio que el caos había emergido. Un joven de cabello largo, en su intento por huir rápidamente, había roto el pestillo de la puerta y ahora otros dos hombres, desesperados, la empujaban impetuosamente. Cuando la forzaron, Saúl salió y notó un olor a plástico quemado. Tardó en darse cuenta de que la música se había callado. La gente, urgida por salir, se había amontonado junto a las escaleras. Tuvo que empujar a varias personas para abrirse paso en la dirección contraria y acercarse al punto donde había visto a Diana por última vez: no estaba. Sacó el celular y, cuando no funcionó, recordó que ya no tenía batería. Uno de los barman pasó a su lado y le señaló a otro un grupo de cables junto a las bocinas: emanaban humo. Saúl se les acercó y les preguntó por Diana describiéndola. Ambos lo miraron con cierta incredulidad y negaron con la cabeza. Afuera, la acera y la calle contiguas estaban repletas de personas. Se corrió la voz: un cortocircuito había provocado que una bocina reventara. Saúl rastreó un rato con preocupación, hasta que prácticamente ya no quedó nadie. 
     Caminó por calles atestadas de un frío marchito y las ventanas, taciturnas, eran testigos de su desvelo. Al poco tiempo, destellos azules y rojos se encendieron a sus espaldas; la patrulla le dio alcance lentamente. Tendiente a los pronósticos catastróficos, Saúl corrió antes de que los policías descendieran. Mientras escapaba, sus zapatos azotaban el pavimento dejando una estela de ladridos furibundos. En ese punto, el tiempo era ya difuso para él, y no sabía si llevaba mucho o poco huyendo cuando se detuvo agotado y desorientado exhalando bocanadas de vaho. Continuó caminando anárquicamente con la sensación de estar en un laberinto nubloso hasta que llegó a una avenida de un sentido y, agotado, esperó un taxi. 
     En su habitación, se sentó en la cama y, aunque se consoló pensando que había esquivado el error, se sentía frustrado. Vertió un chorro generoso de whisky sobre el vaso. Afuera, se oían los rumores frescos que suelen acompañar al alba. Se sentó en una de las sillas junto a la pequeña mesa cuadrada y se descalzó. Bebió envuelto en un silencio monástico mientras el sueño paulatinamente lo arropaba. Unos toquidos ligeros lo sacaron de la duermevela. 
     Por una rendija de la cortina se filtraba un tenue resplandor que se reflejaba, formando líneas verticales, en la pared frente a ellos. Diana, todavía exudando, estaba bocabajo acariciando la palma izquierda de Saúl por debajo de la sábana cuando explicó: lo estuvo buscando desesperadamente, pero al no encontrarlo y no poder contactarlo por teléfono, volvió a casa. Durante toda la velada no había salido a relucir el nombre del hotel, así que se resignó a esperar que él la contactara cuando fuera posible. Mientras se desvestía, notó que todavía llevaba puesta la chamarra prestada; en el bolsillo izquierdo estaba el bolígrafo del hotel. 


     El avión, puntual, aceleró furibundo y despegó resuelto, alcanzando los mil metros de altura a las 11:07 a.m. En ese momento, Saúl y Diana dormían como envueltos en telaraña. Implícitamente, habían aceptado ya, como un hecho inevitable, que en el futuro narrarían aquella historia innumerables veces omitiendo, en cada una de ellas, dos nombres. Y así fue antes y durante los siete años que estuvieron casados.  

FIN 

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